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¿Dónde se encuentra esa capacidad innata de conmoverse ante el sufrimiento ajeno, de extender una mano, de alzar una voz que resuene con la fuerza de lo justo? Tal vez sea ingenuo pensar que la humanidad es un valor inmutable, una esencia que nos define por encima de todo. Pero cuando presenciamos la devastación sistemática, la pérdida de vidas inocentes a una escala incomprensible y la respuesta global es un murmullo distante o, peor aún, un silencio cómplice, no puedo evitar preguntarme si ese vestigio de humanidad, si alguna vez existió plenamente, ha sido irremediablemente dañado. La indiferencia se ha vuelto un muro infranqueable, construido con el ladrillo de la rutina y el cemento de la desconexión. La lección que nos deja Gaza es amarga: la capacidad de mirar hacia otro lado, de normalizar lo inaceptable, es el verdadero termómetro de nuestra fragilidad moral. Y lo que muestra, tristemente, es que somos inhumanos y estamos muy cerca de lo innatural.