Ayer, viernes, fue un día más ajustado de lo normal. La pérdida de líquido de dirección del viejo Mate la jornada anterior, auguró una avería que lo tendrá unos días en el garaje. – Manuel, la bomba son doscientos euros más la mano de obra. ¿Qué hacemos? - ¿Qué hacemos? - le respondí el jueves – Estoy en vuestras manos. Otro bocado al, de por sí, extenuado presupuesto de noviembre. No levanto cabeza, José. Cuidarme a Mate -. Procuras tomártelo con filosofía y buscas los escasos aspectos axiomáticos de la situación. Llevas décadas como cliente de ese taller y el coche tiene unos años encima. Pensemos en positivo.
Sin Mate, a primera hora, caminé bajo el paraguas hasta la oficina de Correos del barrio, para recoger una notificación del catastro. Allí me encontré con otros tempraneros ciudadanos y ciudadanas que iban a retirar lo mismo. Charlamos sobre el posible contenido de la carta - Más recaudación, y decía el alcalde que iba a bajar los impuestos - apuntó, cabreada, una persona mayor, mientras observábamos las inadecuadas maniobras de un conductor, de esas que se ven en la cámara oculta de los programas de la televisión, cambiando de sentido en plena calle, con pitidos por doquier y él también pitando. Luego, pasa lo que pasa, pensamos todos.
Retirada la nota del catastro - efectivamente, alza para 2009 ¿Recurro? Ganas de cachondeo de la Ley, los políticos o los funcionarios -, subo al autobús de línea, rumbo a la oficina. Me sorprendo, ya que en menos de media hora llegamos al centro de Málaga (España). Deberé meditar si en vez de cogerlo a las siete y media, que a veces tardar hasta cincuenta minutos, monto a las nueve menos cuarto, para estar a las nueve y cuarto. Haré pruebas a ver si interesa.
Y ya en la mesa de trabajo, imagínate, continua lluvia, recesión y final de mes, navegando por la crisis con un paraguas que a duras penas tapaba, soportando las miserias y disfrutando de las grandezas de las empresas malagueñas. Ahora que lo pienso, el cómputo de la jornada laboral fue positivo. Cambié de ánimo como diez veces, pero será que quiero quedarme con lo bueno y desintegrar lo negativo, el resultado global de las gestiones, decisiones y acciones no estuvo mal.
Sobre las tres de la tarde estoy en la parada del bus. ¡Por favor! Cerca de cuarenta minutos de espera, cuando su ritmo es de diez-doce minutos en hora punta. Nos montamos como sardinas en lata. Logro sentarme pero ¡diluvio”, siento gotas de agua en mi cabeza ¡Goteras en el autobús! Me apretujo con el del asiento de al lado, no sin antes señalarle la causa de la obligada camaradería. Procuro abstraerme mentalmente, sintetizando la semana profesional que terminaba. La maniobra de un minusválido, entrando bruscamente por la puerta de atrás, sin solicitar la activación de la rampa de seguridad, me despierta del ensimismamiento.
El hombre, todo mojado, procuró encajar su silla de ruedas en la zona habilitada para ello, pero le era imposible. Pasaban los minutos y su cabreo iba en aumento, así como las molestias de los que se encontraban a su alrededor, bueno, a su alrededor no, encima o debajo de él, diría. Un buen samaritano lo escuchaba pacientemente y le prometió que en el momento que pudiera se acercaría a la cabina y le diría a la conductora la parada en la que se quería bajar. Durante la espera, nos confesó que no le gustaban esos espacios apretujados. Una mujer se rió a carcajadas limpias –Ni a nosotros, ¡Ja , ja, ja, ja! –
Llegó el momento de la despedida. La plataforma se activó pero, por cuestiones técnicas del autobús y de la acera, quedaba un pequeño escaloncito que salvar. El señor se negó a que lo ayudáramos, aludiendo que el sistema tenía que quedar perfecto. La conductora se acercó y preguntó. Después de escucharle, le recriminó su precipitada subida, a riesgo de accidente –entonces no necesitó la perfección del mecanismo ¿eh?- , y se ofreció a ayudarle a bajar. Mis oídos escuchaban las reiteradas negativas del hombre y mi cabeza percibía el malestar de los viajeros, mientras observaba el río de agua que caía del cielo. Decidí intervenir. Le miré a los ojos y le dije: -Tome mi paraguas, voy a conducir su silla de ruedas y le voy a ayudar a salir – Realizo lo prevenido. Ya en la calle, le abro el paraguas, le saludo y me incorporo al interior, todo chorreando.
Al rato, cuando mis ojos empezaban a humedecerse, por la tristeza, emoción o la lluvia, escucho la voz de la chofer: -Caballero, gracias – la miro y me encojo de hombros. Llego a casa y me reprende mi familia que no lleve paraguas y que llegue todo mojado. – Se lo he dejado a una persona en el autobús – Finalizaron las amonestaciones. Me quito el traje, empapado de agua y vivencias, y me coloco la ropa del hogar. En verdad, no ha sido un día más ajustado de lo normal, sólo retazos de la existencia de un paraguas axiomático. Te dejo un link al reportaje que he leído esta mañana, de Silvia Blanco en El País, ¿La corrección política se ha vuelto loca?, sobre lo políticamente correcto (la fuente de la imagen del paraguas es de Wikipedia).
Sin Mate, a primera hora, caminé bajo el paraguas hasta la oficina de Correos del barrio, para recoger una notificación del catastro. Allí me encontré con otros tempraneros ciudadanos y ciudadanas que iban a retirar lo mismo. Charlamos sobre el posible contenido de la carta - Más recaudación, y decía el alcalde que iba a bajar los impuestos - apuntó, cabreada, una persona mayor, mientras observábamos las inadecuadas maniobras de un conductor, de esas que se ven en la cámara oculta de los programas de la televisión, cambiando de sentido en plena calle, con pitidos por doquier y él también pitando. Luego, pasa lo que pasa, pensamos todos.
Retirada la nota del catastro - efectivamente, alza para 2009 ¿Recurro? Ganas de cachondeo de la Ley, los políticos o los funcionarios -, subo al autobús de línea, rumbo a la oficina. Me sorprendo, ya que en menos de media hora llegamos al centro de Málaga (España). Deberé meditar si en vez de cogerlo a las siete y media, que a veces tardar hasta cincuenta minutos, monto a las nueve menos cuarto, para estar a las nueve y cuarto. Haré pruebas a ver si interesa.
Y ya en la mesa de trabajo, imagínate, continua lluvia, recesión y final de mes, navegando por la crisis con un paraguas que a duras penas tapaba, soportando las miserias y disfrutando de las grandezas de las empresas malagueñas. Ahora que lo pienso, el cómputo de la jornada laboral fue positivo. Cambié de ánimo como diez veces, pero será que quiero quedarme con lo bueno y desintegrar lo negativo, el resultado global de las gestiones, decisiones y acciones no estuvo mal.
Sobre las tres de la tarde estoy en la parada del bus. ¡Por favor! Cerca de cuarenta minutos de espera, cuando su ritmo es de diez-doce minutos en hora punta. Nos montamos como sardinas en lata. Logro sentarme pero ¡diluvio”, siento gotas de agua en mi cabeza ¡Goteras en el autobús! Me apretujo con el del asiento de al lado, no sin antes señalarle la causa de la obligada camaradería. Procuro abstraerme mentalmente, sintetizando la semana profesional que terminaba. La maniobra de un minusválido, entrando bruscamente por la puerta de atrás, sin solicitar la activación de la rampa de seguridad, me despierta del ensimismamiento.
El hombre, todo mojado, procuró encajar su silla de ruedas en la zona habilitada para ello, pero le era imposible. Pasaban los minutos y su cabreo iba en aumento, así como las molestias de los que se encontraban a su alrededor, bueno, a su alrededor no, encima o debajo de él, diría. Un buen samaritano lo escuchaba pacientemente y le prometió que en el momento que pudiera se acercaría a la cabina y le diría a la conductora la parada en la que se quería bajar. Durante la espera, nos confesó que no le gustaban esos espacios apretujados. Una mujer se rió a carcajadas limpias –Ni a nosotros, ¡Ja , ja, ja, ja! –
Llegó el momento de la despedida. La plataforma se activó pero, por cuestiones técnicas del autobús y de la acera, quedaba un pequeño escaloncito que salvar. El señor se negó a que lo ayudáramos, aludiendo que el sistema tenía que quedar perfecto. La conductora se acercó y preguntó. Después de escucharle, le recriminó su precipitada subida, a riesgo de accidente –entonces no necesitó la perfección del mecanismo ¿eh?- , y se ofreció a ayudarle a bajar. Mis oídos escuchaban las reiteradas negativas del hombre y mi cabeza percibía el malestar de los viajeros, mientras observaba el río de agua que caía del cielo. Decidí intervenir. Le miré a los ojos y le dije: -Tome mi paraguas, voy a conducir su silla de ruedas y le voy a ayudar a salir – Realizo lo prevenido. Ya en la calle, le abro el paraguas, le saludo y me incorporo al interior, todo chorreando.
Al rato, cuando mis ojos empezaban a humedecerse, por la tristeza, emoción o la lluvia, escucho la voz de la chofer: -Caballero, gracias – la miro y me encojo de hombros. Llego a casa y me reprende mi familia que no lleve paraguas y que llegue todo mojado. – Se lo he dejado a una persona en el autobús – Finalizaron las amonestaciones. Me quito el traje, empapado de agua y vivencias, y me coloco la ropa del hogar. En verdad, no ha sido un día más ajustado de lo normal, sólo retazos de la existencia de un paraguas axiomático. Te dejo un link al reportaje que he leído esta mañana, de Silvia Blanco en El País, ¿La corrección política se ha vuelto loca?, sobre lo políticamente correcto (la fuente de la imagen del paraguas es de Wikipedia).